LA VOCACIÓN DE ESCRIBIR

Por Felix

LA VOCACIÓN… O EL GUSANILLO DE LA ESCRITURA

Ay, el gusanillo, el gusanillo de la escritura… ¿Cuándo empieza a roer el corazón de los escritores? ¿En la infancia, en la adolescencia, a las puertas de la jubilación, en el lecho de muerte?

La mayoría de los escritores dicen que no existe un momento concreto. La vocación no les llegó de golpe, como un rayo caído del cielo o un tiesto de un balcón, sino que es más parecido a una lenta erosión. Sin embargo, cuando los periodistas nos preguntan por qué escribimos, siempre esperan que les desvelemos algún episodio de nuestra infancia que nos abocó irremediablemente a la escritura. Un episodio desencadenante, cuanto más traumático mejor, como el que convirtió a Bruce Wayne en Batman.

De tanto tener que responder a esta pregunta, yo me vi obligado a ahondar en mi memoria para comprobar si realmente existía un momento así, alguna súbita iluminación que desmintiera que la escritura me había seducido sin prisas, gradualmente, como la señora Robinson. Y creí encontrar uno que podía servir.

UNA HISTORIA

Sucedió un ventoso septiembre de 1979, cuando yo tenía 11 años. Por aquel entonces, mi padre realizaba un viaje anual desde nuestro pueblo a la capital por cuestiones de trabajo, y allí pasaba tres o cuatro días, tras los que volvía cargado de regalos para su numerosa prole. Siempre eran juguetes, pero esa vez trajo algo que no se podía tocar: una historia, y era de ciencia ficción. Había entrado en un cine y había visto una película de estreno, de esas que por aquellos años no llegaban a los cines de provincia. Y le había entusiasmado tanto que no pudo resistirse a contárnosla con la minuciosidad y emoción de un trovador antiguo.

Era la historia de un carguero espacial que, respondiendo una señal de auxilio, aterrizaba en un planeta donde descubría unos misteriosos huevos. Mientras la tripulación los estudiaba, uno de ellos liberaba una extraña criatura que se adhería como una macabra ventosa al casco de uno de los oficiales. Algunas escenas después le provocaba la muerte surgiendo de su estómago en una estremecedora erupción de sangre y tripas.

Y mientras mi padre contaba la cacería que tenía lugar a continuación por las tenebrosas entrañas del carguero, mi imaginación iba traduciéndolo todo en imágenes, incluido aquel bichejo cuya sangre era ácido.

EMOCIONAR A LOS DEMÁS

Unos años después, gracias a la irrupción del video doméstico, pude ver al fin aquella película, pero pese a las fascinantes imágenes de Ridley Scott y los desasosegantes diseños de H. R. Giger, siempre preferiré las escenas que transcurrieron en mi mente. Exceptuando, claro, aquella en la que la suboficial Ripley se quedaba en ropa interior para ponerse el traje espacial, convirtiéndose de paso en uno de los mitos eróticos de los ochenta.

Ahora creo que, si hubo un momento en el que me convertí en escritor, no fue cuando publiqué mi primer libro, sino aquel día en el que, metido en la cama, me pasé toda la noche tratando de inventar una historia tan emocionante como la que acababa de escuchar de labios de mi padre. Supe entonces que yo quería despertar esas reacciones en los demás, que nada me haría más feliz en la vida que emocionar a alguien con una historia inventada por mí: hacerle reír, llorar, temblar, suspirar, reflexionar, tal vez enamorarse.

Así que eso es lo que respondo, con mayor o menor detalle, cada vez que un periodista me pregunta por qué soy escritor y la respuesta real —que lo soy porque me gusta— se me antoja sosa o decepcionante. Pero como es una historia bastante larga y, a veces, dispongo de menos espacio o tiempo para contestar, dispongo también de una versión corta, tan real o más que la anterior:

 

EL DIARIO DE UN ESCRITOR

Sucedió en las navidades de 1981. Yo tenía trece años y mi hermana doce, unas edades que el bueno de Papá Noel juzgó adecuadas para dejarnos junto a nuestros zapatos un diario. Tenía el lomo de piel, adornado con arabescos dorados, y en sus impolutas páginas nos entregamos mi hermana y yo a destapar el corazón por vez primera, con la torpeza del niño que abre un tarro de mermelada. Allí quedaron inmortalizadas, con profusión de faltas de ortografía, nuestras primeras cuitas amorosas, nuestras tempranas y temerarias reflexiones, nuestro desconcierto, en fin, ante la vida que empezaba a arrastrarnos en su vertiginosa corriente.

Pero mientras ella lo escondía bajo su colchón —donde yo acudía puntualmente a leer cada entrada, todo aquello que no me contaba, como si fuera un serial victoriano—, yo, en cambio, lo dejaba estratégicamente olvidado en cualquier parte de la casa porque quería que todo el que pasara por allí pudiera leerlo. Fue así como descubrí que quería ser escritor.

¿Cuál de las dos anécdotas es la desencadenante de mi vocación?, os preguntaréis. Probablemente las dos, o probablemente ninguna. Porque en el fondo, como la mayoría de los escritores dicen, la vocación no nos fulmina de repente, sino que lo hace de manera lenta, gradual, sin fanfarrias. Posiblemente ni nos demos cuenta del contagio.

 

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